“Entonces llorarán ustedes y
se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas
en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.”
“¡Jerusalén, Jerusalén, que
matas y apedreas a los profetas que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido
reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero tú
no has querido!”
“…o un hombre que es devoto
mira la plácida noche.” Friedrich Hölderlin
“He de enterrar a los heridos
como crisálidas… que sus almas se retuerzan en rocío”,
Sylvia Plath.
1
La noche invadía toda la
ciudad y su periferia, iluminada con la tenue luz de las farolas, en la sombra
se podían ver las palmeras, los pinos, las frondas y la maleza. La tierra
sementera rodeaba la ciudad. La huerta y el campo fértiles gracias a la lluvia y
a nuestro río contaminado. La luna pendía del cielo de pocas estrellas. La
gente dormía. Pronto despuntaría el día. El canto del gallo a lo lejos se podía
escuchar, observar el vuelo de los mirlos y los mochuelos en los tendidos eléctricos.
Los barrenderos preparaban las calles. La policía custodiaba la ciudad. Un
majestuoso sol iluminaría toda sombra y la ciudad despertaría. Todo sería prisa
y nadie se pararía a contemplar el amanecer.
Juan, a las seis de la mañana
ya estaba preparado para afrontar el día. Se acercaba al kiosco todos los días,
fueran laborables o festivos, compraba el periódico e iba a la cafetería para
tomar café y tostadas, mientras leía la prensa antes de trabajar en su despacho
labor que hacía todos los días menos los domingos. De oficio era escritor y
maestro de la Biblia, la Torá y el Talmud. Era alto, delgado y moreno. Contaba cincuenta años.
Juan tenía vivo el recuerdo de
su primera comunión, sintió algo maravilloso, una quietud profunda, nunca experimentó
ese sentimiento lleno de calma, no le molestaba el olor a incienso, es más, le
gustaba, guarda la imagen de las velas trémulas, sin duda fue una gran fiesta,
se apreciaba alegría y emoción entre sus familiares y amigos. No era la primera
vez que visitaba una iglesia, pues fue monaguillo. Por sus familiares sabía que
fue bautizado, algo que se está perdiendo en nuestros días. Ellos le hablaron del
encuentro de san Juan Bautista y Jesucristo en el río Jordán. La catequesis
recibida le ofreció ardor y denuedo, por el contrario, no era ni se sentía
cobarde. Acechaba peligro, malentendidos, peleas y podía sufrir inseguridad ya cuando
Juan era niño, aunque tenía fortaleza y no sufría desasosiego. Era un niño con
mucha fortaleza. Todo esto lo recordaba en la noche cerrada, en lo alto del
monte Sinaí, mientras oraba a Dios. Estaba viviendo años procelosos, de un mar de
Galilea embravecido, y buscaba paz para su alma. Recurría todos los días a la
Biblia y la escrutaba. Llevaba una vida sufriente, intentaba no sufrir, el
sufrimiento que vivió le hizo fuerte. Sabía que el amor es sabiduría. Sin
perder tiempo se convirtió en una persona enamorada. Meditaba sobre la alegría
y tristeza de Dios por todos nosotros. "Bendecidas las almas que buscan a
Dios”, se dijo.
Despuntaba el día en
Jerusalén, brillaría la Cúpula de la Roca, pronto debería reunirse en la Gran Sinagoga
con su discípulo David que era filosofo. Bajo de estatura, rubio, de
veintisiete años. Ambos nacieron en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Juan, lo
primero que profundizó con David fue el Éxodo: la salida del pueblo de Israel
de la esclavitud de Egipto para llegar a la tierra prometida. Y el Exilio de
Babilonia: en el año 587 a. C. debido a Nabucodonosor II que destruyó el Templo
de Jerusalén y deportó a las clases dirigentes del reino de Judá a Babilonia.
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