domingo, 2 de abril de 2023

El último profeta I

 

“Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.”

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas y apedreas a los profetas que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, pero tú no has querido!”

 

“…o un hombre que es devoto mira la plácida noche.” Friedrich Hölderlin

 

“He de enterrar a los heridos como crisálidas… que sus almas se retuerzan en rocío”, Sylvia Plath.

 

1

La noche invadía toda la ciudad y su periferia, iluminada con la tenue luz de las farolas, en la sombra se podían ver las palmeras, los pinos, las frondas y la maleza. La tierra sementera rodeaba la ciudad. La huerta y el campo fértiles gracias a la lluvia y a nuestro río contaminado. La luna pendía del cielo de pocas estrellas. La gente dormía. Pronto despuntaría el día. El canto del gallo a lo lejos se podía escuchar, observar el vuelo de los mirlos y los mochuelos en los tendidos eléctricos. Los barrenderos preparaban las calles. La policía custodiaba la ciudad. Un majestuoso sol iluminaría toda sombra y la ciudad despertaría. Todo sería prisa y nadie se pararía a contemplar el amanecer.

Juan, a las seis de la mañana ya estaba preparado para afrontar el día. Se acercaba al kiosco todos los días, fueran laborables o festivos, compraba el periódico e iba a la cafetería para tomar café y tostadas, mientras leía la prensa antes de trabajar en su despacho labor que hacía todos los días menos los domingos. De oficio era escritor y maestro de la Biblia, la Torá y el Talmud. Era alto, delgado y moreno. Contaba cincuenta años.

Juan tenía vivo el recuerdo de su primera comunión, sintió algo maravilloso, una quietud profunda, nunca experimentó ese sentimiento lleno de calma, no le molestaba el olor a incienso, es más, le gustaba, guarda la imagen de las velas trémulas, sin duda fue una gran fiesta, se apreciaba alegría y emoción entre sus familiares y amigos. No era la primera vez que visitaba una iglesia, pues fue monaguillo. Por sus familiares sabía que fue bautizado, algo que se está perdiendo en nuestros días. Ellos le hablaron del encuentro de san Juan Bautista y Jesucristo en el río Jordán. La catequesis recibida le ofreció ardor y denuedo, por el contrario, no era ni se sentía cobarde. Acechaba peligro, malentendidos, peleas y podía sufrir inseguridad ya cuando Juan era niño, aunque tenía fortaleza y no sufría desasosiego. Era un niño con mucha fortaleza. Todo esto lo recordaba en la noche cerrada, en lo alto del monte Sinaí, mientras oraba a Dios. Estaba viviendo años procelosos, de un mar de Galilea embravecido, y buscaba paz para su alma. Recurría todos los días a la Biblia y la escrutaba. Llevaba una vida sufriente, intentaba no sufrir, el sufrimiento que vivió le hizo fuerte. Sabía que el amor es sabiduría. Sin perder tiempo se convirtió en una persona enamorada. Meditaba sobre la alegría y tristeza de Dios por todos nosotros. "Bendecidas las almas que buscan a Dios”, se dijo.   

Despuntaba el día en Jerusalén, brillaría la Cúpula de la Roca, pronto debería reunirse en la Gran Sinagoga con su discípulo David que era filosofo. Bajo de estatura, rubio, de veintisiete años. Ambos nacieron en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Juan, lo primero que profundizó con David fue el Éxodo: la salida del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto para llegar a la tierra prometida. Y el Exilio de Babilonia: en el año 587 a. C. debido a Nabucodonosor II que destruyó el Templo de Jerusalén y deportó a las clases dirigentes del reino de Judá a Babilonia.

 

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