Mi padre trabajo cuarenta años
y un día. Se ganó la vida y la libertad con su trabajo. Crió a su familia
numerosa. Nos dio estudios. Lo recuerdo jugando al fútbol con mi hermano y conmigo.
Las bicicletas que nos regaló. Vivió el don y la maldición de ser padre. Creo
que lo conocí. Pudiera decir que nos hicimos amigos. Fue un hombre católico. Nos
preguntaba si íbamos a misa. Si éramos felices. Nunca enfermó. En sus cuarenta
años y un día de su trabajo, vivió el infierno de los otros, pero también el
cielo. Llegado el momento de perder la tierra prometida de la adolescencia,
todos estábamos ocupados, todos trabajábamos en la familia. A mí me tocó
trabajar con mi padre a pesar de haber estudiado. Todo iba bien. O creo que
todo funcionaba demasiado bien. Pues como rayo de tormenta, el fragor y fulgor
del relámpago, como hacha invisible homicida, mi padre enfermó y prontamente
murió. La iglesia estaba repleta en su entierro. Vivió solo, sin embargo, muchos le
querían. Mi madre pudo descansar aliviada porque los problemas de la convivencia
cesaban. El duelo lo llevamos bien. Al cabo de unos tres meses y un día perdí
el trabajo de mi padre, pues mi madre vendió el negocio familiar. Yo no supe
qué hacer y ni me paré a pensar. Una cosa si que hice. Seguí comprando la lotería
que mi padre estaba abonado. Pasaron meses de su muerte y el día de su
cumpleaños, sentado en la barra de una cafetería cualquiera leía el periódico. Cuál
fue mi sorpresa que tenía un décimo de la lotería nacional premiado. Gente que
conocía a nuestra familia llegaron a decir que ese dinero era santo. A veces la
vida te regala cosas inmerecidas e inesperadas ¿Qué puedo decir más de mi
padre? Sin dudarlo fue también mi amigo.
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